Descarga gratis los mejores libros de Carl Sagan

Ahora puedes descargarte gratis los mejores libros de Carl Sagan en formato PDF

PULSA SOBRA CADA LIBRO DE LA LISTA Y TE LLEVARA A SU CONTENIDO
 

-Cosmos
-Contacto
-El mundo y sus demonios
-El cerebro de Broca
-Miles de millones
-Un punto azul pálido

 

Pica sobre cada imagen para abrir y descargarte el libro en PDF
Todos ellos en formato pdf y traducidos al castellano

---------------------------------------------------------------------------------------------

--------------------------------------------------------------------------------------------

Cosmos

EN LA ORILLA DEL OCÉANO CÓSMICO


Ir a Menú

El tamaño y la edad del Cosmos superan la comprensión normal del hombre. Nuestro diminuto hogar planetario está perdido en algún punto entre la inmensidad y la eternidad. En una perspectiva cósmica la mayoría de las preocupaciones humanas parecen insignificantes, incluso frívolas. Sin embargo nuestra especie es joven, curiosa y valiente, y promete mucho. En los últimos milenios hemos hecho los descubrimientos más asombrosos e inesperados sobre el Cosmos y el lugar que ocupamos en él; seguir el hilo de estas exploraciones es realmente estimulante. Nos recuerdan que los hombres han evolucionado para admirar se de las cosas, que comprender es una alegría, que el conocimiento es requisito esencial para la supervivencia. Creo que nuestro futuro depende del grado de comprensión que tengamos del Cosmos en el cual flotamos como una mota de polvo en el cielo de la mañana.

Estas exploraciones exigieron a la vez escepticismo e imaginación. La imaginación nos llevará a menudo a mundos que no existieron nunca. Pero sin ella no podemos llegar a ninguna parte. El escepticismo nos permite distinguir la fantasía de la realidad, poner a prueba nuestras especulaciones. La riqueza del Cosmos lo supera todo: riqueza en hechos elegantes, en exquisitas interrelaciones, en la maquinaria sutil del asombro. La superficie de la Tierra es la orilla del océano cósmico. Desde ella hemos aprendido la mayor parte de lo que sabemos. Recientemente nos hemos adentrado un poco en el mar, vadeando lo suficiente para mojamos los dedos de los pies, o como máximo para que el agua nos llegara al tobillo. El agua parece que nos invita a continuar. El océano nos llama. Hay una parte de nuestro ser conocedora de que nosotros venimos de allí. Deseamos retomar. No creo que estas aspiraciones sean irreverentes, aunque puedan disgustar a los dioses, sean cuales fueren los dioses posibles.

Las dimensiones del Cosmos son tan grandes que el recurrir a unidades familiares de distancia, como metros o kilómetros, que se escogieron por su utilidad en la Tierra, no serviría de nada. En lugar de ellas medimos la distancia con la velocidad de la luz. En un segundo un rayo de luz recorre casi 300 000 kilómetros, es decir que da diez veces la vuelta a la Tierra. Podemos decir que el Sol está a ocho minutos luz de distancia. La luz en un año atraviesa casi diez billones de kilómetros por el espacio. Esta unidad de longitud, la distancia que la luz recorre en un año, se llama año luz. No mide tiempo sino distancias, distancias enormes.

 

Contacto

NÚMEROS IRRACIONALES


 

Ir a Menú

Según los criterios humanos, era imposible que se tratara de algo artificial puesto que tenía el tamaño de un mundo. Empero, su apariencia era tan extraña y complicada, era tan obvio que estaba destinado a algún propósito complejo, que sólo podría ser la expresión de una idea. Se deslizaba en la órbita polar en torno de la gran estrella blanco azulada y se asemejaba a un inmenso poliedro imperfecto, que llevaba incrustadas millones de protuberancias en forma de tazones, cada uno de las cuales apuntaba hacia un sector en particular del cielo para atender a todas las constelaciones. El mundo poliédrico había desempeñado su enigmática junción durante eones. Era muy paciente. Podía darse el lujo de esperar eternamente. Al nacer no lloró. Tenía la carita arrugada. Luego abrió los ojos y miró las luces brillantes, las siluetas vestidas de blanco y verde, la mujer que estaba tendida sobre una mesa. En el acto le llegaron sonidos de algún modo conocidos. En su rostro tenía una rara expresión para un recién nacido: de desconcierto, quizá.

A los dos años, alzaba los brazos y pedía muy dulcemente: "Upa, papá". Los amigos de él siempre se sorprendían por la cortesía de la niña.

—No es cortesía. Antes lloraba cuando quería que la levantaran en brazos.

Entonces, una vez le dije: "Ellie, no es necesario que grites. Sólo pídeme, 'Papá, upa'". Los niños son muy inteligentes, ¿no, Pres?

Encaramada sobre los hombros de su padre y aferrada a su pelo ralo, sintió que la vida era mejor ahí arriba, mucho más segura que cuando había que arrastrarse en medio de un bosque de piernas. Allá abajo, uno podía recibir un pisotón, o perderse. Se sostuvo entonces con más fuerza

Luego de dejar atrás a los monos, dieron vuelta en la esquina y llegaron frente a un animal de cuello largo y moteado, con pequeños cuernos en la cabeza.

—Tienen el cuello tan largo que no les puede salir la voz —dijo papá.

Ellie se condolió de la pobre criatura, condenada al silencio. Sin embargo, también se alegró de que existiera, de que fueran posibles esas maravillas.

—Vamos, Ellie —la alentó suavemente la mamá—. Léelo.

La hermana de su madre no creía que Ellie, a los tres años, supiera leer. Estaba convencida de que los cuentos infantiles los repetía de memoria. Ese fresco día de marzo iban caminando por la calle State y se detuvieron ante un escaparate donde brillaba una piedra de color rojo oscuro.

—Joyero —leyó lentamente la niña, pronunciando tres sílabas.

Con sensación de culpa, entró en la habitación. La vieja radio Motorola se hallaba en el estante que recordaba. Era enorme, pesada, y al sostenerla contra su pecho, casi se le cae. En la tapa de atrás, se leía la advertencia: "Peligro. No abrir". Sin embargo, ella sabía que, si no estaba enchufada, no corría riesgos. Con la lengua entre los labios, sacó los tornillos y contempló el interior. Tal como lo sospechaba, no había orquestas ni locutores en miniatura que vivieran su minúscula existencia anticipándose al momento en que el interruptor fuera llevado a la posición de encendido. En cambio, había hermosos tubos de vidrio que en cierto modo se parecían a las lamparitas de la luz. Algunos se asemejaban a las iglesias de Moscú que ella había visto en la ilustración de un libro. Las puntas que tenían en la base calzaban perfectamente en unos orificios especiales. Accionó la perilla de encendido y enchufó el aparato en un tomacorriente cercano. Si ella no lo tocaba, si ni siquiera se acercaba, ¿qué daño podría causarle?

Al cabo de unos instan tes los tubos comenzaron a irradiar luz y calor, pero no se oyó sonido alguno. La radio estaba "rota", y hacía varios años que la habían retirado de circulación, al adquirir un modelo más moderno. Uno de los tubos no se encendía. Desenchufó la radio y extrajo la lámpara rebelde. Dentro tenía un cuadradito de metal, unido a unos diminutos cables. "La electricidad pasa por los cables", recordó, "pero primero tiene que entrar en una lámpara". Una de las patitas parecía torcida, y con cierto esfuerzo logró enderezarla. Volvió a calzar la válvula, enchufó el aparato y comprobó, feliz, que la radio se encendía. Miró en dirección a la puerta cerrada, y bajó el volumen. Movió la perilla que indicaba "frecuencia", y encontró una voz que hablaba en tono animado acerca de una máquina rusa que se hallaba en el espacio, dando vueltas sin cesar alrededor de la Tierra. "Sin cesar", pensó. Cambió la ubicación del dial en busca de otras estaciones. Al rato, por miedo a que la descubrieran, desconectó la radio, volvió a colocarle la tapa sin ajustar demasiado los tornillos y, con gran dificultad, levantó el aparato y lo puso de nuevo en su estante.



El mundo y sus demonios

LO MÁS PRECIADO

 


 

Ir a Menú

Cuando bajé del avión, el hombre me esperaba con un pedazo de cartón en el que estaba escrito mi nombre. Yo iba a una conferencia de científicos y comentaristas de televisión dedicada a la aparentemente imposible tarea de mejorar la presentación de la ciencia en la televisión comercial. Amablemente, los organizadores me habían enviado un chofer.

—¿Le molesta que le haga una pregunta? —me dijo mientras esperábamos la maleta.

No, no me molestaba.

—¿No es un lío tener el mismo nombre que el científico aquel?

Tardé un momento en comprenderlo. ¿Me estaba tomando el pelo?

Finalmente lo entendí.

—Yo soy el científico aquel —respondí. Calló un momento y luego sonrió.

—Perdone. Como ése es mi problema, pensé que también sería el suyo.

Me tendió la mano.

—Me llamo William F. Buckiey.

(Bueno, no era exactamente William F. Buckiey, pero llevaba el nombre de un conocido y polémico entrevistador de televisión, lo que sin duda le había valido gran número de inofensivas bromas.)

Mientras nos instalábamos en el coche para emprender el largo recorrido, con los limpiaparabrisas funcionando rítmicamente, me dijo que se alegraba de que yo fuera «el científico aquel» porque tenía muchas preguntas sobre ciencia. ¿Me molestaba?

No, no me molestaba.

Y nos pusimos a hablar. Pero no de ciencia. Él quería hablar de los extraterrestres congelados que languidecían en una base de las Fuerzas Aéreas cerca de San Antonio, de «canalización» (una manera de oír lo que hay en la mente de los muertos... que no es mucho, por lo visto), de cristales, de las profecías de Nostradamus, de astrología, del sudario de Turín... Presentaba cada uno de estos portentosos temas con un entusiasmo lleno de optimismo. Yo me veía obligado a decepcionarle cada vez.

—La prueba es insostenible —le repetía una y otra vez—. Hay una explicación mucho más sencilla.

En cierto modo era un hombre bastante leído. Conocía los distintos matices especulativos, por ejemplo, sobre los «continentes hundidos» de la Atlántida y Lemuria. Se sabía al dedillo cuáles eran las expediciones submarinas previstas para encontrar las columnas caídas y los minaretes rotos de una civilización antiguamente grande cuyos restos ahora sólo eran visitados por peces luminiscentes de alta mar y calamares gigantes. Sólo que... aunque el océano guarda muchos secretos, yo sabía que no hay la más mínima base oceanográfica o geofísica para deducir la existencia de la Atlántida y Lemuria. Por lo que sabe la ciencia hasta este momento, no existieron jamás. A estas alturas, se lo dije de mala gana.

Mientras viajábamos bajo la lluvia me di cuenta de que el hombre estaba cada vez más taciturno. Con lo que yo le decía no sólo descartaba una doctrina falsa, sino que eliminaba una faceta preciosa de su vida interior. Y, sin embargo, hay tantas cosas en la ciencia real, igualmente excitantes y más misteriosas, que presentan un desafío intelectual mayor... además de estar mucho más cerca de la verdad. ¿Sabía algo de las moléculas de la vida que se encuentran en el frío y tenue gas entre las estrellas? ¿Había oído hablar de las huellas de nuestros antepasados encontradas en ceniza volcánica de cuatro millones de años de antigüedad? ¿Y de la elevación del Himalaya cuando la India chocó con Asia? ¿O de cómo los virus, construidos como jeringas hipodérmicas, deslizan su ADN más allá de las defensas del organismo del anfitrión y subvierten la maquinaria reproductora de las células; o de la búsqueda por radio de inteligencia extraterrestre; o de la recién descubierta civilización de Ebla, que anunciaba las virtudes de la cerveza de Ebla? No, no había oído nada de todo aquello. Tampoco sabía nada, ni siquiera vagamente, de la indeterminación cuántica, y sólo reconocía el ADN como tres letras mayúsculas que aparecían juntas con frecuencia.

El señor «Buckiey» —que sabía hablar, era inteligente y curioso— no había oído prácticamente nada de ciencia moderna. Tenía un interés natural en las maravillas del universo. Quería saber de ciencia, pero toda la ciencia había sido expurgada antes de llegar a él. A este hombre le habían fallado nuestros recursos culturales, nuestro sistema educativo, nuestros medios de comunicación. Lo que la sociedad permitía que se filtrara eran principalmente apariencias y confusión. Nunca le habían enseñado a distinguir la ciencia real de la burda imitación. No sabía nada del funcionamiento de la ciencia.

 


El cerebro de broca

CIENCIA E INTERÉS HUMANO


 

Ir a Menú

En cierto sentido, el Musee de 1'Homme no se diferenciaba de muchos otros. Situado sobre un suave promontorio, desde su restaurante podía captarse una hermosa perspectiva de la torre Eiffel. Estábamos allí para conversar con Yves Coppens, eminente paleo-antropólogo y competente director adjunto del museo. Coppens ha estudiado nuestros ancestros, cuyos fósiles proceden de la garganta de Olduvai, en Kenia y Tanzania, y del lago Turkana, en Etiopía. Hace unos dos millones de años vivían en el este de África unas criaturas a las que denominamos Homo habilis, de una estatura aproximada de 1,20 metros, que construían y utilizaban herramientas de piedra, que quizá llegaban a construir viviendas muy simples y cuyos cerebros, a lo largo de un espectacular proceso de acrecentamiento, llegarían a transformarlos en lo que somos hoy en día.

Las instituciones museísticas de este tipo tienen un rostro público y otro privado. La vertiente pública incluye los materiales etnográficos y dc antropología cultural expuestos al visitante: vestidos de mongoles o telas pintadas por nativos americanos, algunas quizá preparadas especialmente para que las compraran los voyageurs y los emprendedores antropólogos franceses. Pero en su trastienda se albergan otras muchas cosas: gente encargada de preparar las diferentes exposiciones; vastas salas que sirven de almacén a objetos inadecuados para su presentación al público, ya sea por el tema que tratan o por razones de espacio; áreas en las que trabaja el personal dedicado a la investigación. Fuimos conducidos a través de oscuros laberintos y mohosas salas, que iban desde angostos cubículos a amplias rotondas. En los pasillos se amontonaban materiales de investigación: una reconstrucci6n del suelo de una cueva paleolítica en la que se mostraba el lugar donde habían sido arrojados los huesos de antílope tras la comida del día; estatuillas priápicas de madera procedentes de la Melanesia; utensilios de comida delicadamente decorados; grotescas máscaras ceremoniales; azagayas de Oceanía; un mohoso cartel representando a una esteatopigia mujer de África; un lóbrego y húmedo almacén lleno hasta el techo de los más diversos instrumentos musicales, desde instrumentos de cuerda con calabazas como cajas de resonancia, flautas de Pan hechas con caña, cajas de percusión con pieles de diversos animales y otras innumerables muestras de los indomables impulsos que siempre ha sentido el hombre hacia la creación musical.

Aquí y allí podían verse unas pocas personas ocupadas en labores de investigación, cuyo porte y maneras distantes y respetuosas contrastaban vivamente con la cordial capacidad bilingüe de Coppens. Obviamente, la mayor parte de las salas estaban destinadas al almacenamiento de materiales antropológicos recogidos y coleccionados durante mas de un siglo. Se tenia la sensación de transitar por un museo de segundo orden en el que se habían recogido materiales no tanto porque tuvieran demasiado interés sino porque tal vez lo habían tenido en otros tiempos pretéritos. Podía percibirse en el ambiente la presencia de los directores del museo durante el siglo XIX, cubiertos con sus levitas ocupados básicamente en trabajos de goniomótrie y craniologie, febrilmente entregados a coleccionarlo y medirlo todo con la pía esperanza de que la mera cuantificación podía llevarles hasta la comprensión de los interrogantes planteados.

Aun existía otra zona del museo mas recóndita, una extraña mezcla de activo centro de investigaci6n y de vitrinas, armarios y anaqueles franca y totalmente abandonados. Aquí, la reconstrucci6n de un esqueleto articulado de orangután. Allí, una amplia mesa cubierta de cráneos humanos pulcramente clasificados. Mas allá, un cajón lleno de fémures apilados en la alacena del material del conserje de una escuela. Existía también una demarcación donde se alineaban restos neanderthalienses, entre ellos el primer cráneo reconstruido de un hombre de Neanderthal, obra de Marcellin Boule. Tomé con todo cuidado la pieza entre mis manos. Daba la sensaci6n de objeto ligero y delicado; las suturas eran perfectamente visibles. Quizás me hallaba ante la primera prueba empírica indiscutible de que en épocas lejanas existieron criaturas muy semejantes a nosotros, criaturas que se habían extinguido, y cuya desaparición venía a alzarse como inquietante sugerencia de que tal vez nuestra especie no sobrevivirá por los siglos de los siglos. También había allí una estantería donde se alineaban dientes de varios tipos de homínidos, entre los que se incluían los grandes molares trituradores del Australopithecus robustus, un contemporáneo del Homo habilis. En otro rincón, una colección de cajas con cráneos de Cro-Magnon se apilaban limpios y en perfecto orden como leña dispuesta para un hogar. Todo este conjunto de reliquias eran los razonables y en cierto modo imprescindibles fragmentos probatorios que habían permitido reconstruir parte de la historia de nuestros ancestros y parientes colaterales.

En el fondo de la sala había otras colecciones más macabras y turbadoras. Una vitrina encerraba dos cabezas de reducidas dimensiones con un aire burlón en sus muecas; unos correosos labios vueltos hacia arriba dejaban al descubierto hileras de dientes puntiagudos y diminutos. A su lado, múltiples frascos herméticamente cerrados encerraban pálidos embriones y fetos humanos bañados en un sombrío fluido verdoso. La mayor parte de los especimenes eran normales, aunque ocasionalmente la mirada podía detenerse ante alguna inesperada amonalía como, por ejemplo, un par de siameses unidos por el esternón o un feto con dos cabezas y sus cuatro ojos herméticamente cerrados.
 


Miles de millones

MILES Y MILES DE MILLONES


 

Ir a Menú

Jamás lo he dicho. De verdad. Bueno, una vez afirmé que quizás haya 100.000 millones de galaxias y 10.000 trillones de estrellas. Resulta difícil hablar sobre el cosmos sin emplear números grandes.

Es cierto que pronuncié muchas veces la frase «miles de millones» en la popularísima serie televisiva Cosmos, pero jamás dije «miles y miles de millones»; por una razón: resulta harto impreciso. ¿Cuántos millares de millones son «miles y miles de millones»? ¿Unos pocos? ¿Veinte? ¿Cien? «Miles y miles de millones» es una expresión muy vaga. Cuando adapté y actualicé la serie me entretuve en comprobarlo, y tengo la certeza de que nunca he dicho tal cosa.

Quien sí lo dijo fue Johnny Carson, en cuyo programa he aparecido cerca de treinta veces en todos estos años. Se disfrazaba con una chaqueta de pana, un jersey de cuello alto y un remedo de fregona a modo de peluca. Había creado una tosca imitación de mi persona, una especie de Doppelgänger que hablaba de «miles y miles de millones» en la televisión a altas horas de la noche.

La verdad es que me molestaba un poco que una mala reproducción de mí mismo fuese por ahí, diciendo cosas que a la mañana siguiente me atribuirían amigos y compañeros (pese al disfraz, Carson —un competente astrónomo aficionado— a menudo hacía que mi imitación hablase en términos verdaderamente científicos).

Por sorprendente que parezca, lo de «miles y miles de millones» cuajó. A la gente le gustó cómo sonaba. Aun ahora me paran en la calle, cuando viajo en un avión o en una fiesta y me preguntan, no sin cierta timidez, si no me importaría repetir la dichosa frase.

—Pues mire, la verdad es que nunca dije tal cosa —respondo.
—No importa —insisten—. Dígalo de todas maneras.

Me han contado que Sherlock Holmes jamás contestó: «Elemental, mi querido Watson» (al menos en las obras de Arthur Conan Doyle), que James Cagney nunca exclamó: «Tú, sucia rata», y que Humphrey Bogart no dijo: «Tócala otra vez, Sam»; pero poco importa, porque estos apócrifos han arraigado firmemente en la cultura popular.

Todavía se pone en mi boca esta expresión tontorrona en las revistas de informática («Como diría Carl Sagan, hacen falta miles y miles de millones de bits»), en la sección de economía de los periódicos, cuando se habla de lo que ganan los deportistas profesionales y cosas por el estilo.

Durante un tiempo tuve una reticencia pueril a pronunciar o escribir esa expresión por mucho que me lo pidieran, pero ya la he superado, así que, para que conste, ahí va: «Miles y miles de millones.»
 

 

Un punto azul pálido

Una visión del futuro humano en el espacio

 

Ir a Menú

Fuimos nómadas desde los comienzos. Conocíamos la posición de cada árbol en cien millas a la redonda. Cuando sus frutos o nueces habían madurado, estábamos allí. Seguíamos a los rebaños en sus migraciones anuales. Disfrutábamos con la carne fresca, con sigilo, haciendo amagos, organizando emboscadas y asaltos a fuerza viva, cooperando unos cuantos conseguíamos lo que muchos de nosotros, cazando por separado, nunca habríamos logrado. Dependíamos los unos de los otros. Actuar de forma individual resultaba tan grotesco de imaginar como establecernos en lugar fijo. Trabajando juntos protegíamos a nuestros hijos de los leones y las hienas. Les enseñábamos todo lo que iban a necesitar. También el uso de las herramientas. Entonces, igual que ahora, la tecnología constituía un factor clave para nuestra supervivencia.

Cuando la sequía era prolongada o si un frío inquietante persistía en el aire veraniego, nuestro grupo optaba por ponerse en marcha, muchas veces hacia lugares desconocidos. Buscábamos un entorno mejor. Y cuando surgían problemas entre nosotros en el seno de la pequeña banda nómada, la abandonábamos en busca de compañeros más amistosos. Siempre podíamos empezar de nuevo.

Durante el 99,9% del tiempo desde que nuestra especie inició su andadura fuimos cazadores y forrajeadores, nómadas moradores de las sabanas y las estepas. Entonces no había guardias fronterizos ni personal de aduanas. La frontera estaba en todas partes. Únicamente nos limitaban la tierra, el océano y el cielo; y, ocasionalmente, algún vecino hostil.

No obstante, cuando el clima era benigno y el alimento abundante estábamos dispuestos a permanecer en lugar fijo. Sin correr riesgos. Sin sobrecargas. Sin preocupaciones. En los últimos diez mil años —un instante en nuestra larga historia— hemos abandonado la vida nómada. Hemos domesticado a animales y plantas. ¿Por qué molestarse en cazar el alimento, cuando podemos conseguir que éste acuda a nosotros?

Con todas sus ventajas materiales, la vida sedentaria nos ha dejado un rastro de inquietud, de insatisfacción. Incluso tras cuatrocientas generaciones en pueblos y ciudades, no hemos olvidado. El campo abierto sigue llamándonos quedamente, como una canción de infancia ya casi olvidada. Conquistamos lugares remotos con cierto romanticismo. Esa atracción, sospecho, se ha ido desarrollando cuidadosamente, por selección natural, como un elemento esencial para nuestra supervivencia. Veranos largos, inviernos suaves, buenas cosechas, caza abundante; nada de eso es eterno. No poseemos la facultad de predecir el futuro. Los eventos catastróficos están al acecho, nos cogen desprevenidos. Quizá debamos nuestra propia existencia, la de nuestra banda o incluso la de nuestra especie a unos cuantos personajes inquietos, atraídos por un ansia que apenas eran capaces de articular o comprender hacia nuevos mundos y tierras por descubrir.

Herman Melville, en Moby Dick, habla en favor de los aventureros de todas las épocas y latitudes: «Me agita una atracción permanente hacia las cosas remotas. Adoro surcar mares prohibidos...» Para los antiguos griegos y romanos, el mundo conocido comprendía Europa, y unas Asia y África limitadas, rodeadas de un mundo oceánico infranqueable. Los viajeros podían toparse con seres inferiores, a los que llamaban bárbaros, o bien con seres superiores, que eran los dioses. Todo árbol poseía su dríade toda región, su héroe legendario. Pero no había muchos dioses, al menos al principio, quizá sólo unas cuantas docenas. Habitaban en las montañas, bajo la superficie de la tierra, en el mar o ahí arriba, en el cielo. Enviaban mensajes a los hombres, intervenían en los asuntos humanos y se cruzaban con nuestra especie.

Con el paso del tiempo, cuando el hombre descubrió su capacidad para explorar, empezaron las sorpresas: los bárbaros podían ser tan ingeniosos como los griegos y los romanos. África y Asia eran más extensas de lo que nadie había imaginado. El mundo oceánico no era infranqueable. Existían las antípodas.

También se supo de tres nuevos continentes, que habían sido colonizados por los asiáticos en tiempos pasados sin que tales noticias alcanzaran nunca a Europa. Por otra parte, los dioses resultaban decepcionantemente difíciles de encontrar.